Me despierta el grito de mi hija en mitad
de la noche. Ya hacía tiempo que no me llamaba. Se me habían olvidado sus
miedos nocturnos.
—No te preocupes, cariño, ya voy yo.
Seguro que es una pesadilla.
Me muevo con soltura en mitad de la
conocida oscuridad de mi habitación. No necesito encender la luz para saber
donde están colocadas las cosas. Abro la puerta y la penumbra del pasillo me
recibe. Continúo andando hasta llegar a su habitación. La puerta está
entreabierta. La empujo medio dormido y confiado en que no hay nada que temer.
Veo su figura temblorosa en la esquina de su cama. Parece tener la carita
cubierta con las manos. Le asusta la oscuridad, a mí también me ocurría; solo
que ahora soy padre y ese miedo nocturno irracional se ha esfumado. Me he
convertido en un valiente héroe, en un protector que la salvará de todos los
peligros.
—¿Qué ocurre, mi vida? —Le pregunto
apartándole las manos del rostro. Su carita, mojada por dos sendas húmedas, me
observa.
—Tengo miedo.
—¿Otra pesadilla?
—No, papi, no es eso… Son ellos, los
niños.
—¿Qué niños? —Pregunto algo descolocado,
tal vez nos escuchó hablar a su madre y a mí sobre la absurda historia que
habla acerca del asesinato de unos niños a manos de su padre en esta casa. Algo
absurdo y que no nos impidió decidirnos por esta casa—, aquí no hay nadie. Solo
estamos nosotros tres.
—Sí que hay. Están los niños. Yo los he
visto, han venido a verme… Yo no quiero que vengan niños. Papi, por favor,
diles que no vengan.
—No te preocupes. No hay nadie, solo
estamos Tú, mami y yo. Deberías meterte en la cama. Hace mucho frío y te vas a
constipar.
La abrazo y siento que está helada. Debe
de haber estado bastante tiempo destapada. Esta enorme casona es muy fría. Sé
que debo arreglar la calefacción, pero últimamente no he tenido tiempo, el
trabajo...
—Cielo, la casa es un poco vieja, y hace
ruidos, la madera del suelo y las vigas crujen por el frío. Al principio yo
también pensaba que alguien los hacía, pero es solo el paso del tiempo que lo deteriora
todo. No hay por qué preocuparse.
La beso en la frente, y veo que se ha
quedado dormida entre mis brazos. Parece de porcelana, tan perfecta y frágil a
la vez. Siento ganas de achucharla toda la noche, pero noto que el frío comienza
a calarme el pijama. Si no vuelvo pronto a la cama, mañana seré yo el
constipado.
—Que descanses mi vida. Mañana jugamos a
lo que tú quieras. Le susurro una promesa que tantas veces he quebrantado por
culpa del trabajo.
Vuelvo al confort de mi habitación. La
luz pequeña está encendida, pero nuestra cama está vacía.
—¿Mara? —Llamo a mi mujer. Escucho
movimiento en el baño. La veo salir y le sonrío como tantas veces porque voy a
ser el primero en meterme en la cama. Un juego infantil incomprensible para
cualquiera, pero que nos divierte. Me arropo y la espero, como si estar en la
cama unos segundos más que ella, me fuese a reportar mayor descanso.
Escucho el ruido de las sábanas al frotar
con su cuerpo, inconfundible. Me encanta volver a quedarme dormido mientras me
abraza por detrás. Sus pies helados buscan el calor de mi cuerpo, me resisto un
poco y apaga la luz.
—¿Con quién hablabas, Mario?
—Con la peque, no podía dormir. Vuelven
las pesadillas.
—Mario, ¿de qué hablas? Nosotros no
tenemos hijos.
—¡Cómo! —Exclamo y abro los ojos de par
en par.
Los recuerdos comienzan a agolparse en mi
cabeza como una sucesión infinita de terribles fotogramas: el accidente, el
funeral, la inconmensurable pena solo mitigada con el alcohol, las sesiones con
el psicólogo…
Siento cómo el miedo escala por mi
espalda hasta llegar al cerebro como un pánico que me agarrota, me paraliza.
Como puedo, alargo una temblorosa mano hasta la luz de la mesita de noche. La
enciendo. Al girarme, siento cómo el corazón se desboca y después se detiene:
no hay nadie a mi lado.
Me levanto y corro hasta la habitación de
mi hija. No estoy loco, no.
Enciendo la luz y la busco. Está vacía,
como desde hace dos años...
Me estremezco al sentir una presencia
detrás de mí.
La luz se apaga y descubro unas inquietantes figuritas que se acercan por el pasillo, vienen hacia mí. Inmóvil, no puedo hacer nada, ni siquiera puedo gritar. El miedo se apodera de mí.
Mientras las contemplo, paralizado de puro terror, escucho una vocecita que me susurra en el oído:
La luz se apaga y descubro unas inquietantes figuritas que se acercan por el pasillo, vienen hacia mí. Inmóvil, no puedo hacer nada, ni siquiera puedo gritar. El miedo se apodera de mí.
Mientras las contemplo, paralizado de puro terror, escucho una vocecita que me susurra en el oído:
Por
favor, papá, que no vengan los niños.
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